Vamos a ver si entre tanto descontrol le podemos poner un poco de humor a la cosa. Y es que en verano no entra nada. Ni la pizza, que ya es. Sólo con pensar que la comida pueda estar un poquito calentita empiezo a sudar. Sólo quiero aquello que está en la nevera o en el congelador. Las frutas me hablan y me dicen «cómeme» y yo que soy muy obediente voy y me las como. Pero no en plan señorita, más bien como si las asesinara, como si no hubiera comido en años.
Lo confieso, en verano suelo cenar helado, con sirope de culpabilidad incluído. El helado es el chocolate del invierno pero en verano. Es un mal necesario. Es el sexo que no puedes practicar por el calor o porque no te comes un rosco. Así que la dieta se va a la mierda. Nada como un buen helado y una taza de granizado también.
Hay que tomárselo con humor y dedicación.
Pero luego pasa lo que pasa, que de todas las cosas buenas que te da la vida te dan ganas de devolverle los 5 kilos que te has echado encima. Y entonces te echas a andar, correr, a andar y correr como si te fueras a hacer inmortal.
Así que tu ejercicio favorito acaba siendo el de masticar, engulir y masticar y engulir, y eso sí, disfrutar, que el verano son dos días. Ya habrá tiempo de dietas en otra vida.
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V. Morart


